Se llamaba Mónica… igual que mi compañera de colegio y amiga del alma. Cuando vi la noticia de su asesinato me horroricé. Reconozco que entré en el link de la noticia de la web de un diario local buscando sus apellidos. No, no era mi compañera de pupitre, pero era una de nosotras, una mujer más, una mujer asesinada a manos de un asesino.

Mónica fue asesinada en silencio. Como siempre, nadie escuchó nada. Los vecinos ni siquiera imaginaban que la joven que despachaba en la panadería familiar estaba sufriendo una situación de maltrato. ¿Cuántas Mónicas golpeadas por los puños y por las palabras hirientes y amenazantes habrá? ¿Cuántas Mónicas están a punto de ser asesinadas por sus parejas asesinos? Me lo pregunto hoy, cuando la mujer asesinada por su pareja es la panadera del barrio de mi infancia.

Escribo estas palabras de condena del vil asesinato de Mónica desde la impotencia, la rabia, la lucha. Sé que la impotencia que siento yo en este momento es la impotencia que sentimos muchas mujeres cuando vemos como caen las nuestras, y con ellas caemos todas porque todas somos una.

Escribo sabiendo que la impotencia que sentimos es cosa de un segundo. El siguiente segundo viene trayéndonos la fuerza de quienes no nos rendimos en la lucha contra las violencias machistas, contra la violencia de género, contra la desigualdad, contra las injusticias que sufrimos las mujeres por ser mujeres.

Yo le diría al asesino de Mónica, a los miserables asesinos de todas las mujeres a las que les han arrebatado sus vidas, que no nos vencerán. Nos quitarán la vida una a una, pero no nos quitarán la libertad. Siempre habrá mujeres para izar la bandera de la Libertad.

 

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